lunes, 12 de julio de 2010

El coche avanza lentamente por la autopista. El calor es sofocante para la época del año, no recordaba temperaturas tan altas desde aquel viaje a Sevilla, la expo ’92 pegó fuerte. Sentada en el asiento trasero se cuestiona la vida entera. Todos están quietos, con algún sobresalto en el cuerpo producto de los baches que el coche no puede esquivar, y nada más.
El día está poco claro, pero despejado. Aviones alzando el vuelo hacia el horizonte. De pequeña le gustaba adivinar la compañía aérea desde aquí abajo. Lo sigue haciendo.
Se me olvidó el propósito de este camino, destino playa, una de esas comidas familiares celebradas con suerte una vez al año. Ellos, y nosotros, estamos muy cambiados, lo que no cambia es el piso de verano, sigue igual. El mismo sofá incómodo, en el que nos echábamos las siestas , está todo permitido en esta época del año.
Las olas rompen fuerte en la orilla, qué fuertes deben ser, el camino tan largo que recorren para llegar con esa energía a la orilla, ¿Y después? ¿Dónde van cuando llegan? ¿Regresan al horizonte?. No importa, está bien así, a ella le gustaba no responder las preguntas, porque la respuesta que imaginaba era la más mágica de las historias, y quizás la vida tendría otro color.
Cerraba los ojos y podía imaginar todos los colores que esconde el mar. No le hacía falta viajar hasta las Mauricio para ver un azul turquesa resbalando por su cuerpo, era más maravilloso estar en los dos sitios a la vez, sin billetes de ida y vuelta.
Bajando por la calle del verano, encontraba los comercios ahora cerrados y podía verse a sí misma comiendo un cucurucho de turrón en las mismas sillas incómodas de chiringuito, que sólo el sabor del helado hacía olvidar. Y volvía morena al colchón desaparecido hace un año, por incómodo también.
Y ahora me despido, he llegado a mi destino.

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