No encuentro el punto exacto en el que sentarme a escribir, en esta gran superficie de diversos paisajes artificiales. El sol comienza a descender de forma tan rápida que casi puedo sentirme estafada al estudiar el ciclo horario al intentar comprenderlo.
Este día soleado se me antoja una provocación a mi infortunio. Sus destellos chocan en mi como reflejos de lo que un día fue y ya no podrá ser.
Juego a mi suerte engañando a los días, convirtiéndolos en un antojo emocional, sorteando las horas y ocultando realidades que caen como un mazazo en la nuca.
Me siento a salvo en este mundo solitario de horas tranquilas y no más ruido que el cantar de los pájaros.
Todavía ando a tropezones en el mundo, no me decanto por la sencillez, esquivo los bullicios y ando perdida en los sueños que nunca llegan, esquivando con pasos de bailarina crueles recitales televisivos y cualquier perturbación que alteren el orden que establecen estos rayos de sol, que siguen explorándome como una caja de sorpresas todavía por abrir, sin mantenerme en el olvido como el árbol que me da sombra pero que ya no da frutos. Y me viene a la mente cuánto perdí al perderme estos ratos a solas, me pregunto si vale la pena tener éxito y en cambio afirmo que la ausencia, el silencio, es mejor.
Me acompaña Isabel Allende en este viaje por el mundo lleno de inspiración, siento que tengo quince años, deseo no agotar los placeres de la juventud y aplazarlos parar el porvenir, porque no hay mejor placer como el que se obtiene como recompensa y no como privilegio.
martes, 24 de febrero de 2009
miércoles, 11 de febrero de 2009
Feliz de estar melancólicamente triste.
Me quedo un rato más aquí, no me complace llegar a la casa, aunque no quede mucho tiempo para escuchar el cantar de los pájaros me inventaré un nuevo sonido que alimente la melancolía de esta intensa tarde, paseando por estos jardines universitaros, sin más que una carpeta, llena de papel para escribir, siempre sobra o siempre falta, no encuentro el punto intermedio a este empeño por anotarlo todo, a veces invento un nuevo día para abandonar pronto el presente.
Hay días en los que siento estar viviendo otros a la vez, casi siempre son recuerdos que mantengo perennes en la mente, para que algún día, quizás de vez en cuando, me hagan sonreir, y que la triste melancolía no se quede en momentos en los que me robaron la sonrisa, o más bien y más triste, la capacidad de poder sonreir.
Estoy sentada en esta incomoda silla, hecha para personas pequeñas, me refiero a pequeñas de estatura, siento de nuevo que estoy en la plaza de la revolución habanera haciéndome una foto con Yelennis, una foto para el recuerdo, siento estar tumbada en la playa del verano con la toalla de cuando era pequeña y que nunca envejece, y si lo hace, que seguramente lo haga, lo hace como yo, pero quizás ninguna quiera darse cuenta del nostálgico paso de los años.
Me siento una niña despegando los pies de los pedales de esa bicicleta rosa, hecha para niñas de mi edad, en la empinada curva a la llegada al campo de las primaveras, y de algunos veranos.
Gracias a la incomoda silla verde hecha para personas pequeñas de estatura me encuentro en clase a esa niña rubia de sonrisa tímida, intentando entender la lección, con el paso de los años quiso ser fuerte intentando entender la lección de la vida, la que no enseñaron en ningún aula, la que aprende en este preciso instante en esta silla verde, y la que aprenderá al momento de levantarse.
Rercuerdo las aulas en las que no quise ponerme en primera fila por no llamar la atención y las que al fin y al cabo tuve que ser la primera de esa fila para que el estúpido grito del resto no me perturbase.
Me siento perdida en lo alto de esa montaña nevada, abandonada a la suerte de que un par de esquies no me devolviesen a casa en muletas, recuerdo hacer de mi capa un sayo y volar montaña abajo, entendiendo literalmente la lectura de estas últimas palabras y no como a mí me gustaría haberlas entendido, clamando las risas a mi accidentada llegada, mirando por la ventana siento mi cuerpo balanceandose como los árboles por el viento.
Estoy en casa de my lady un atardecer de invierno, viendo programas televisivos de dudosa clase, pero que a las dos nos entretenía la tarde al sabor de suculentos dulces.
Escucho batallas de guerra de mi abuelo y veo sellos coleccionables ocultos hoy en algún lugar recóndito, guardianes de la memoria.
Veo a esa niña solitaria persiguiendo sueños imposibles y casi siempre inacabados, esa niña soñando en el café store al baivén de gente desconocida en una lejana ciudad que por momentos no le pertenecía, y que intentaba hacerla suya con repetidas canciones con las que bailaba en el salón familiar de la alegría, con el pijama azul, color adjudicado desde nacimiento y las llamas del fuego que hacían que una se fuera a la cama con la cara bien roja, en esa tarde que no existía poco importaba de que color fuese, ya no aparecía la niña de la sonrisa tímida en ningún contexto anecdótico, en aquellos tiempos se le olvidó sonreir, llenó la maleta para un año, pero olvidó en casa la sonrisa.
Y así me despido de este mundo físico de pantalla y teclado, porque por olvidar, he olvidado hasta la hora.
Hay días en los que siento estar viviendo otros a la vez, casi siempre son recuerdos que mantengo perennes en la mente, para que algún día, quizás de vez en cuando, me hagan sonreir, y que la triste melancolía no se quede en momentos en los que me robaron la sonrisa, o más bien y más triste, la capacidad de poder sonreir.
Estoy sentada en esta incomoda silla, hecha para personas pequeñas, me refiero a pequeñas de estatura, siento de nuevo que estoy en la plaza de la revolución habanera haciéndome una foto con Yelennis, una foto para el recuerdo, siento estar tumbada en la playa del verano con la toalla de cuando era pequeña y que nunca envejece, y si lo hace, que seguramente lo haga, lo hace como yo, pero quizás ninguna quiera darse cuenta del nostálgico paso de los años.
Me siento una niña despegando los pies de los pedales de esa bicicleta rosa, hecha para niñas de mi edad, en la empinada curva a la llegada al campo de las primaveras, y de algunos veranos.
Gracias a la incomoda silla verde hecha para personas pequeñas de estatura me encuentro en clase a esa niña rubia de sonrisa tímida, intentando entender la lección, con el paso de los años quiso ser fuerte intentando entender la lección de la vida, la que no enseñaron en ningún aula, la que aprende en este preciso instante en esta silla verde, y la que aprenderá al momento de levantarse.
Rercuerdo las aulas en las que no quise ponerme en primera fila por no llamar la atención y las que al fin y al cabo tuve que ser la primera de esa fila para que el estúpido grito del resto no me perturbase.
Me siento perdida en lo alto de esa montaña nevada, abandonada a la suerte de que un par de esquies no me devolviesen a casa en muletas, recuerdo hacer de mi capa un sayo y volar montaña abajo, entendiendo literalmente la lectura de estas últimas palabras y no como a mí me gustaría haberlas entendido, clamando las risas a mi accidentada llegada, mirando por la ventana siento mi cuerpo balanceandose como los árboles por el viento.
Estoy en casa de my lady un atardecer de invierno, viendo programas televisivos de dudosa clase, pero que a las dos nos entretenía la tarde al sabor de suculentos dulces.
Escucho batallas de guerra de mi abuelo y veo sellos coleccionables ocultos hoy en algún lugar recóndito, guardianes de la memoria.
Veo a esa niña solitaria persiguiendo sueños imposibles y casi siempre inacabados, esa niña soñando en el café store al baivén de gente desconocida en una lejana ciudad que por momentos no le pertenecía, y que intentaba hacerla suya con repetidas canciones con las que bailaba en el salón familiar de la alegría, con el pijama azul, color adjudicado desde nacimiento y las llamas del fuego que hacían que una se fuera a la cama con la cara bien roja, en esa tarde que no existía poco importaba de que color fuese, ya no aparecía la niña de la sonrisa tímida en ningún contexto anecdótico, en aquellos tiempos se le olvidó sonreir, llenó la maleta para un año, pero olvidó en casa la sonrisa.
Y así me despido de este mundo físico de pantalla y teclado, porque por olvidar, he olvidado hasta la hora.
lunes, 9 de febrero de 2009
Salgo de la ciudad oscura con la misma canción que entré, me siento cansada, el sol no brilla con tanta fuerza, escapo de un mundo alegremente solitario, caminando hacia ninguna parte, buscando quizás una justificación a mis acelerados pasos, imaginando unos brazos abiertos al final de la calle, a la sombra de una hoguera, dando respuesta a los por qués que invaden mi mente.
¿Cual es el modo correcto de hacer realidad un sueño?, utilizando la mitad del cerebro, la otra la abandono a imposibles.
Necesito escuchar esta canción una y otra vez para hacerla mía, y que en ella habiten los recuerdos de los que nunca quiero desprenderme.
No pretendo sobrevivir en este incompetente mundo, prefiero ser una duda más, la duda que desconfirma la regla, la que sólo entiende las reglas que entiendo cuando me levanto y quizás haga desaparecer cuando me acuesto.
¿Cual es el modo correcto de hacer realidad un sueño?, utilizando la mitad del cerebro, la otra la abandono a imposibles.
Necesito escuchar esta canción una y otra vez para hacerla mía, y que en ella habiten los recuerdos de los que nunca quiero desprenderme.
No pretendo sobrevivir en este incompetente mundo, prefiero ser una duda más, la duda que desconfirma la regla, la que sólo entiende las reglas que entiendo cuando me levanto y quizás haga desaparecer cuando me acuesto.
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