viernes, 18 de mayo de 2007

La casa de la calle Santa Faz

En esa acogedora casa, donde nunca pasa el tiempo, los recuerdos deambulan como almas en pena persiguiendo a todo aquel que se adentra en su interior para depositarles momentos de melancolía. La mecedora está pegada a la ventana, él se sentaba siempre aquí, viendo cómo nacía el día y como pasadas unas horas moría, sin decir nada, silencio, los ojos se cerraban poco a poco mientras se acordaba dolorido de todo lo aquello que vivió y me temo lo que nunca pudo vivir. Esa brecha denominada ventana, donde la realidad nos vuelve a poner los pies en la tierra, donde no hay tregua de paz. La cortina hacía desaparecer todos esos recuerdos, que poco nos pueden hacer bien y yo, una niña inocente, el presente de la realidad y una sonrisa con cada timbrazo. Dibujando con cada palabra, con cada gesto, lo que desde esa ventana no se podía ver.
Sin saberlo te añoraba tanto que no podía dejar de hacer mi visita cada vez que paseaba por estas calles solitarias, donde algunos críos daban patadas al balón, los más mayores sacaban sus sillas a la acera, a comentar el día a día con los vecinos, o simplemente, como tú, a ver la vida pasar, a ver la vida acabar.
Cómo te pudiste ir tan rápido, dejándome sola averiguando esos secretos que esconde la vida y que sólo tú me contabas aquellas tardes de invierno. Me pusiste a prueba y temo haber fallado a lo largo de estos años, al perderme tantas veces en este laberinto.
La mecedora sigue caliente, rebosante de vida, Ella se acerca por el pasillo, si no con unos pasteles recién comprados, con una tableta de chocolate, sobran las preguntas, me la como sin cesar. Para ti un café con leche a media tarde, sin azucar, te hace muy mal. Sin que ella se de cuenta me pides un poquito de chocolate, que daño te va a hacer? Tu ya sabes que a estas edades poco importa ver el programa saber vivir, viendo esa sonrisilla de niño me haces feliz, todo se justifica, recodándola me baño en lágrimas.
La compañía que os hacía era la misma que me hacíais a mi, todo es perfecto.
Me contabas todos esos recuerdos que llegué a aprenderme de memoria pero nunca me cansaba de oirlos. Te sentabas a mi lado e incorporabas todo tu cuerpo frente a mi para poder mirarme a los ojos mientras me hablabas, para sentirme la persona más afortunada del mudo ante esa mirada de cariño, de dulzura.
Cada tarde esperaba que me contases una nueva anécdota, pero poco a poco notaba como tu voz no era la misma, las palabras no salían con esa soltura que mostrabas, tan segura de ti misma. Se fue apagando una vida entera, un cuento que nunca debía acabar. Él la miraba desconsolado desde su mecedora, con los ojos de un hombre roto, impotente a una vida llena de amor y satisfacción. Su dulce voz ya no hacía eco en estas paredes que se resignaban a la soledad. Su voz se limitaba a una mirada que lo decía todo, lo mucho que me quiere, lo mucho que siente no poder volver a hablarme nunca más, lo mucho que me duele a mi resignarme a esta injusta realidad. Él ausente … no interesa ya mirar por la ventana si la vida se ha acabado, con la despedida todo llegará a su fin, un beso y un adiós para siempre. Un corazón dividido en dos, él se llevó el de ella y ella el de él, pero con medio corazón cada uno, entre ellos se lo arrebataron para no olvidarse jamás. Morir en vida era el destino, intentar reanimar aquellos corazones que sólo funcionaban uno con el otro era un absurdo, así lo entendí en sus desconsoladas miradas.
Y entre llantos y penas se fueron, lejos de aquí, donde ni siquiera la realidad de la vida los pudiese separar.